Comunicación: 4. La tarea común de proteger, difundir y poner en valor el enclave arqueológico de Valencina-Guzmán

La realización de una carta de buenas prácticas.

En el paisaje megalítico de Valencina-Guzmán encontramos uno de los primeros hitos territoriales con los que el hombre empezó a significar el espacio en el que vivía y sobre el que demostraba sus dotes de organizador, de planificador, en definitiva de agente que intenta sumarse al medio en el que vive y se desarrolla en plenitud como criatura. Estas primeras formas de arquitectura han recibido las más cariñosas muestras de aprecio y reivindicación por los actuales moradores de su territorio, tanto individualmente, con personas conocedoras y divulgadoras de su patrimonio; como desde el punto de vista colectivo, con ciudadanos que se han organizado para proponer medidas dirigidas a la buena gestión de sus bienes culturales.

En un contexto democrático “el grado de participación de una comunidad movilizada por las cuestiones que les compete, que les afecta, es un síntoma de su salud social” . Sin embargo la realidad se impone al demostrarnos que aún nos queda mucho por recorrer hasta alcanzar una madurez democrática saludable. La participación ciudadana suele ser centro de tensiones propias de la complejidad de un espacio de enorme riqueza, en el que se mueven distintos actores, que interactúan entre ellos, pero cada uno con intereses diversos. Los políticos reclaman en sus documentos programáticos en materia de cultura, la motivación de los ciudadanos por el conocimiento y la valoración de su patrimonio histórico, el sentido de pertenencia a un espacio cultural y el desarrollo de iniciativas; no obstante cuando eso ocurre, como es nuestro caso, se interpreta como una intromisión difícil de administrar.

Desde este punto de vista, tenemos que actualizar los modelos de gestión para amoldarnos a los cambios recientes que se han ido produciendo de forma vertiginosa en el orden de la información, la comunicación y la gestión de conocimientos. Valga como ejemplo el que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación no sólo han modificado las formas de producción, intermediación y consumo cultural, sino que han dado paso a nuevos paradigmas del quehacer cultural. La interactividad entre todo tipo de actores, la generación de nuevos formatos, la interacción entre agentes y territorios, ha producido la transformación de los modelos culturales y no sólo ha catapultado “la cultura” en el centro de la llamada nueva economía, sino que ha impulsado a muchos ciudadanos a dejar de ser meros receptores de productos culturales, para pasar a protagonizar multitud de procesos de creación, reconocimiento e intercambio cultural.

La población participa en lo que quiere y en lo que puede. A veces de forma defensiva, otras de forma constructiva. Pero vivimos un día tras otro en nuestros municipios como a los técnicos y a los políticos les resulta difícil entender el sentido y los efectos socialmente beneficiosos de la participación ciudadana en el patrimonio. Pensamos que detrás de esta falta de convicción para contar con los ciudadanos en cuestiones que son importantes para estos y que logran su movilización, hay muchas razones:

• Desear que todas las dinámicas sociales se ajusten a las reglas, pautas y ritmos que marque el ejercicio normal de las políticas públicas y los actores institucionales.
• La intranquilidad que les produce los procesos pluritemáticos en los que las poblaciones reclaman o proponen cuestiones en temas que desbordan lo definido oficialmente.
• La complejidad de los procesos participativos en los que se despiertan constantemente sospechas de partidismo o electoralismo, dilaciones insoportables de las decisiones y sensaciones de ineficiencia.
• La poca práctica de diálogo y de creación de espacios de aportación e iniciativa colectiva.
• El desconocimiento de cómo se gestionan metodológicamente situaciones que suponen complejidad, interacción e intercambio entre actores de distintos niveles.

El caso es que por unas razones o por otras, hay una serie de dudas e intereses que bloquean los procesos participativos, antes de que estos comiencen; aunque sean la estrella en los enunciados y compromisos de los programas electorales, quizás buscando un plus ético y de veracidad, que curiosamente se le concede a la palabra “participación”.

Nosotros entendemos, que desde una perspectiva del patrimonio, implicar al ciudadano en los procesos de decisión, en especial en aquellas acciones de proximidad que más le afectan, es el gran reto de todos los procesos: cuanto más heterogéneos sean los valores, la lógica y la experiencia histórica de los diversos grupos que componen una comunidad, más difícil pero también más enriquecedor será el diálogo para poder encontrar soluciones válidas para más gente.

Desde una perspectiva comunitaria, incluso desde la empresarial, la idea fuerza que manejan las instituciones respecto al patrimonio es la de sensibilidad y la de responsabilidad social. Queremos que todos los ciudadanos tomen conciencia y se responsabilicen de su patrimonio. Esa responsabilidad puede ser medida por el compromiso ciudadano con la cultura y la identidad local, es decir, con la valoración y protección de aquello que somos, del lugar en que vivimos. Esa es la llamada Tarea Común. El desarrollo de la responsabilidad social de una empresa o institución- en este caso el patrimonio- difícilmente se puede desligar de los procesos participativos, ya que los ciudadanos se vinculan a su sentido y a su capacidad simbólica y de identidad a través de iniciativas, acciones e intercambio comunicativo; además de que los valores inherentes a ese mismo patrimonio son modificados constantemente por el colectivo social. Por esta razón, hacer participar a la comunidad en la definición de nuevas prioridades en los ámbitos de gestión y difusión patrimonial es asegurarse formas de compromiso y de iniciativa que a medio y largo plazo benefician a todo.

En Valencina-Guzmán, hemos vivido cómo la creación de contextos de diálogo sobre la cultura en un territorio genera conocimientos, eleva el nivel de debate y amplía el margen de identificación de ideas y recursos; pero además da el salto para crear un marco en que los ciudadanos nos sintamos como tales y no seamos solamente sujetos consumidores de propuestas culturales. No es cierta la idea que se extendió durante un tiempo de que la gente no quiere participar; y que lo que la gente quiere es que les construyan equipamientos y les resuelvan los problemas. Tal como ya planteaba hace años Néstor García Canclini, y recoge Luis Bonet, hay que tener en cuenta el comportamiento social ligeramente esquizofrénico que tenemos todos los individuos. Ante el mercado se actúa por impulsos inducidos y hábitos de consumo adquiridos; como ciudadanos, en cambio, son importantes los valores y los objetivos colectivos a asumir. Por lo tanto, un mismo individuo puede demandar cosas diversas en función del papel social que asume en cada momento. Puede adquirir revistas del corazón en el quiosco para su propio consumo, mientras que como ciudadano puede exigir una buena colección de publicaciones periódicas para la biblioteca pública del barrio, sin que las dos demandas aparentemente antitéticas sean percibidas como incoherentes entre sí. El individuo sólo se expresa parcialmente a través del consumo. Por lo tanto es fundamental la creación de esos contextos en que los habitantes de un territorio sientan que pueden expresarse, aportar, y comunicarse como ciudadanos en su plenitud de derechos y posibilidades; y el patrimonio es un elemento sustancial para ello.

Desde esta perspectiva, y sobre todo desde nuestra experiencia, vivimos durante estos años la participación como un proceso en el que, a partir de diversas contradicciones y conflictos sociales, se exploran las potencialidades de las situaciones concretas y de los grupos implicados para conseguir el aumento de la sensibilización y de las iniciativas alrededor del patrimonio.

Ese es uno de los aspectos esenciales: el que los ciudadanos a través de su compromiso y su iniciativa abran caminos de exploración; no predicen el futuro, ni producen verdades absolutas; proponen posibilidades y se establecen compromisos. Una asociación de defensa del patrimonio va reconstruyendo la percepción social de necesidades y de posibilidades a medida que recibe opiniones profesionales, debate con técnicos, con expertos y con autoridades. Y a su vez, éstos van mejorando el nivel de sus discursos, planes y prácticas, en virtud de ese diálogo con las asociaciones, y de los procesos de sistematización que conllevan. Todos, en este tipo de contexto, salimos ganando, y sobre todo sale ganando el territorio como globalidad y su patrimonio.

Ampliar opciones y posibilidades, rentabilizar las experiencias y conocimientos que hay en un territorio, aumentar los niveles de intercambio, gestionar la complejidad territorial…; eso es lo que requiere la sociedad del conocimiento. Ese es el contexto necesario para activar procesos válidos en relación a la gestión del patrimonio en los territorios. Y ésas son las premisas que nos mueven a poner en marcha la elaboración consensuada y compartida de una Carta de buenas prácticas para la gestión del espacio patrimonial de Valencina-Guzmán.

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