Comunicación: Preámbulo

Contaba el premio Nóbel irlandés Seamus Heaney que cuando pequeño, le gustaba ver a los mayores recoger con un cubo el agua de un pozo que había en mitad de los campos. Observaba siempre con tensión y misterio, la canción repetida de la vieja polea que iba girando con lentitud, y la cuerda que descendía hacia lo oscuro, para después subir, hasta que aparecía el cubo bailando suavemente, suspendido en el aire, y derramando gotas de agua a su alrededor. Ese pozo estaba en una loma que descendía suavemente hasta el pueblo, y en la que se alzaban dólmenes y piedras milenarias, restos arqueológicos que eran solo una mínima parte de lo que ocultaba el prado verde; por lo que siempre pensaba que ese agua que después beberían, venía fresca ofrecida por los antepasados de los antepasados, bálsamo para el alma y la memoria que cruzaba desde el origen de los tiempos.

Pasados los años aprendió y oyó por primera vez en la universidad la palabra griega omphalos, que significa ombligo; y su sonoridad, deletreada de forma lenta y espaciada, una y otra vez, le devolvió al sonido de la polea girando, y el cubo ascendiendo desde las entrañas de la roca y el ser de su pueblo.

Om-pha-los, om-pha-los, om-pha-los... Ombligo, el agua que nos conecta a través de su curso a la vez oscuro y luminoso, con nuestra existencia colectiva. Los habitantes de tierra de dólmenes vivimos vinculados íntimamente al curso de la memoria que transcurre bajo tierra, a la luz revelada de la materia original; la piedra, los metales, el coral, agua que mana de lo profundo para nutrirnos y colmar de sentido y emoción nuestro presente.

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